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EDIPO, REY

Tiresias.—Tú eres un desdichado al lanzarme esos insultos, que no hay nadie entre éstos que pronto no los haya de volver contra tí.

Edipo.—Estás del todo ofuscado; de manera que ni a mi ni a otro cualquiera que vea la luz puedes hacer daño.

Tiresias.—No está decretado por el hado que sea yo la causa de tu caida; pues suficiente es Apolo, a cuyo cuidado está el cumplimiento de todo esto.

Edipo.—¿Son de Creonte o tuyas estas maquinaciones?

Tiresias.—Ningún daño te ha hecho Creonte, sino tú mismo.

Edipo.—¡Oh riqueza y realeza y arte de gobernar, el más dificil de todos en esta vida agitada por la envidia! ¡Cuánto odio excitáis en los demás, si por un imperio que la ciudad puso graciosamente en mis manos, sin haberlo yo solicitado, el fiel Creonte, amigo desde el principio, conspira en secreto contra mi y desea suplantarme, sobornando a este mágico em bustero y astuto charlatán, que sólo ve donde halla lucro, siendo un mentecato en su arte! Porque, vamos a ver, dime: ¿en qué ocasión has demostrado tú ser verdadero adivino? ¿Cómo, si lo eres, cuando la Esfinge proponia aquí sus enigmas en verso, no indicaste a los ciudadanos ningún medio de salvación? Y en verdad que el enigma no era para que lo interpretara el primer advenedizo, sino que necesitaba de la adivinación. Adivinación que tú no supiste dar, ni por los augurios ni por revelación de ningún dios, sino que yo, el ignorante Edipo, apenas llegué, hice callar al monstruo, valiéndome solamente de los recursos de mi ingenio, sin hacer caso del vuelo de las aves. ¡Y a mi intentas tú arrojar del trono, para poner en él a Creonte, de quien