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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

tos nos hallamos aquí al pie de tus altares. Niños que apenas pueden andar; ancianos sacerdotes encorvados por la vejez; yo, el sacerdote de Júpiter, y éstos, que son lo más escogido entre la juventud. El resto del pueblo, con los ramos de los suplicantes en las manos, están en la plaza pública, prosternados ante los templos de Minerva y sobre las fatidicas cenizas de Imeno. La ciudad, como tú mismo ves, conmovida tan violentamente por la desgracia, no puede levantar la cabeza del fondo del sangriento torbellino que la revuelve. Los fructiferos gérmenes se secan en los campos; muérense los rebaños que pacen en los prados, y los niños en los pechos de sus madres. Ha invadido la ciudad el dios que la enciende en fiebre: la destructora peste que deja deshabitada la mansión de Cadmo y llena el infierno con nuestras lágrimas y gemidos. No es que yo ni estos jóvenes, que estamos junto a tu hogar, vengamos a implorarte como a un dios, sino porque te juzgamos el primero entre los hombres para socorrernos en la desgracia y para obtener el auxilio de los dioses. Tú, que recién llegado a la ciudad de Cadmo nos redimiste del tributo que pagábamos a la terrible esfinge, y esto sin haberte enterado nosotros de nada, ni haberte dado ninguna instrucción, sino que solo, con el auxilio divino —así se dice y se cree—, tú fuiste nuestro libertador. Ahora, pues, ¡oh poderosisimo Edipo!, vueltos a tí nuestros ojos, te suplicamos todos que busques remedio a nuestra desgracia, ya sea que hayas oído la voz de algún dios, ya que te hayas aconsejado de algún mor tal; porque sé que casi siempre en los consejos de los hombres de experiencia está el buen éxito de las empresas. ¡Ea! ¡Oh mortal excelentisimo!, salva nuestra ciudad. ¡Anda!, y recibe nuestras bendiciones; y ya que esta tierra te proclama su salvador por tu anterior pro-