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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Electra.—¡Oh queridísimas amigas! ¡Oh ciudadanas! Mirad a mi Orestes, astutamente muerto e ingeniosamente vivo.

Coro.—Lo vemos, hija, y por tal suceso, lágrimas de alegría manan de nuestros ojos.

Electra.—¡Oh retoño, retoño de mi queridísimo padre, has llegado, estás aquí, viniste, has visto a quien deseabas!

Orestes.—Aqui estoy; pero guarda silencio y espera.

Electra.—¿Qué hay?

Orestes.—Mejor es callar, no nos oigan de dentro.

Electra.—Pues por Diana, la siempre indomable, que ya nunca he de temer la ominosa pesadumbre que siempre temía de las mujeres de casa.

Orestes.—Mira que en las mujeres también anida Marte; bien lo sabes por experiencia.

Electra.—¡Ayayayay, ayay! Clara mención me has hecho de irremediable e inolvidable desgracia, cual fue la nuestra.

Orestes.—Lo sé, hermana; pero cuando la oportunidad lo requiere, conviene tener presentes todas esas cosas.

Electra.—Todo el tiempo pasado, todo, si lo tuviera presente, lo necesitaria para lamentar como se debe esas cosas, pues apenas tengo hoy libre la lengua.

Orestes.—Convengo en ello, y has de hacer por conservarla.

Electra.—¿Y qué he de hacer?

Orestes.—No hablar más que lo que la ocasión requiera

Electra.—¿Quién, pues, habiendo aparecido tú, querrá callar en vez de hablar, cuando sin pensarlo y contra lo que esperaba te estoy viendo ahora?