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LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE

gritó: «¡Suelta la presa, oh perro de las tribus!» Pero el hombre, sin volverse siquiera hacia su agresor, dijo á su dama: «Dirígete, amiga mía, á nuestras tiendas más próximas.» Luego hizo frente de pronto á su adversario, y le gritó estos versos:

¿No viste joh cabeza sin ojos! cómo se debaten en su sangre tus hermanos? ¿Y no sientes pasar ya por tu ros- tro el soplo de la madre de los buitres? ¿Qué crees que vas á recibir del jinete de cara ceñu- da, sino el regalo de una soberbia lanzada que te vista los riñones con un traje de sangre de un hermoso color negro de cuervo?

Y así diciendo, apuntó al jinete de Doreid, y de primera intención le derribó con el pecho atrave- sado de parte á parte. Pero al propio tiempo se le rompió la lanza con la violencia del choque. Y Ra- biah-porque era él mismo, aquel jinete de los des- filaderos y las torrenteras, como sabía que ya estaba cerca de su tribu, no quiso bajarse á recoger el arma de su enemigo. Y continuó su camino, sin tener por toda arma mas que el asta rota de su lanza.

Pero Doreid, entretanto, asombrado de no ver volver á ninguno de sus jinetes, salió él mismo á la descubierta. Y encontró en la arena los cuerpos sin vida de sus compañeros. Y de improviso vió aparecer, al rodear un montículo, al propio Ra- biah, su enemigo, con aquella arma irrisoria. Y por