cólera. E interrogó sobre el particular á Giafar, quien declaró con gran franqueza su acción, aña- diendo: «¡Lo he hecho para gloria y buen nombre de mi señor el Emir de los Creyentes!» Y Al-Ra- chid, muy pálido, dijo: «¡Has hecho bien!» Pero se le oyó que murmuraba: «¡Que Alah me haga pere- cer si no te hago perecer á ti, ¡oh Giafar!»
Según otros historiadores, convendría buscar la
causa de la desgracia de los Barmakidas en sus
opiniones heréticas contrarias à la ortodoxia mu-
sulmana. No hay que olvidar, en efecto, que su fa-
milia, antes de convertirse al Islam, profesaba en
Balkh la religión de los magos. Y se dice que en la
expedición al Khorassán, cuna primitiva de sus fa-
voritos, Al-Rachid había notado que Yahia y sus
hijos hacían todo lo posible por impedir la destruc-
ción de los templos y monumentos de los magos. Y
desde entonces tuvo sus sospechas, que se agrava-
ron, por consiguiente, cuando vió á los Barmakidas
tratar con dulzura, en cualquier circunstancia, á
los herejes de todas clases, sobre todo á sus enemi-
gos personales los gauros y los zanadikah, y á otros
disidentes y réprobos. Y lo que hace sustentar esta
opinión, además de los otros motivos ya enuncia-
dos, es que, inmediatamente después de la muerte
de Al-Rachid, estallaron en Bagdad trastornos re-
ligiosos de una gravedad sin precedente, y estuvie-
rou à punto de dar un golpe fatal á la ortodoxia mu-
sulmana.