¡Oh hermosura del cuello de mi Molaikah, mi Mo- laikah la de hermoso pechol>
Y como si el simple recitado de aquel verso tu-
viera la virtud de excitar en él la inspiración, tomó
de pronto el laúd de mi mano, y después de un lige-
rísimo preludio de acordes, cantó la cantilena con-
sabida con una voz maravillosa, y nos hizo sentir
aquella música nueva y tan antigua, con un arte,
un encanto, una gracia y una emoción inexpresa-
bles. Y oyéndola, me estremecía de placer, des-
lumbrado, fuera de mi, en el límite del entusiasmo.
Y como estaba seguro de mi facilidad para retener los aires nuevos, por muy complicados que fuesen, no quise repetir inmediatamente delante del jeique hedjaziense la cantilena deliciosa y tan nueva para mí que acababa él de hacerme oir. Y me limité á darle las gracias. Y se volvió él á Medina, su país, mientras yo salía del palacio, embriagado con aque- lla melodía.
En este momento de su narración, Schahrazada
vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.