reconcentrados.» Y el pobre Maruf, aterrado por toda aquella cólera que á la sazón estaba lejos de prever, balbuceó excusas con temblorosa voz, y dijo: ¡Oh hija de gentes de bien! No he comprado esta kenafa, pues mi amigo el pastelero, á quien Alah ha dotado de un corazón caritativo, ha tenido piedad de mi estado, y me la ha fiado sin fijar plazo para el pago.» Pero la espantosa diablesa exclamó: «Cuanto estás diciendo no es mas que palabrería, y no le doy ningún crédito. Toma, quédate con tu kenafa con miel de caña de azúcar. ¡Yo no la como!» Y así diciendo, le tiró á la cabeza el plato de kenafa, continente y contenido, y añadió: «¡Levántate ahora, ¡oh alcahuete! y ve á buscarme kenafa preparada con miel de abejas!» Y juntando la acción á la palabra, le asestó en la mandíbula un puñetazo tan terrible, que le rompió un diente, y la sangre le corrió por la barba y el pecho.
Ante esta última agresión de su esposa, enloquecido y perdiendo por fin la paciencia, Maruf hizo un ademán rápido, golpeando ligeramente en la cabeza á la diablesa. Y ésta, más furiosa todavía por aquella manifestación inofensiva de su víctima, se precipitó sobre él y le agarró por la barba á manos lenas, y se colgó á plomo de los pelos de aquella barba, gritando á plenos pulmones: «¡Socorro, ¡oh musulmanes! que me asesina!...»