ligro, el oro de mi destino. Y ya que soy el causante involuntario de la ceguera de mi padre, justo es que por curarle exponga mi vida.»
Y el principe Nurgihán, aquel sol del cuarto cielo, montó en su corcel, ágil como el viento, á la hora en que la luna, viajera montada en el negro palafrén de la noche, había vuelto las riendas hacia Oriente.
Y viajó durante días y meses, atravesando llanuras y desiertos, y soledades donde no había otra presencia que la de Alah y la de la hierba salvaje. Y acabó por llegar á una selva sin límites, más negra que el espíritu del ignorante, y tan oscura, que no se podía en ella distinguir la noche del día ui ver la diferencia entre lo blanco y lo negro. Y Nurgihan, cuyo brillante rostro iluminaba por sí solo las tinieblas, avanzaba con corazón de acero por aquella selva de árboles que, en ciertos parajes, ostentaban, à manera de frutos, cabezas de seres animados que se ponían á bromear y á reir y caían al suelo, en tanto que, en otras ramas, se abrían crujiendo unas frutas que parecían pucheros de barro, y dejaban escapar de su cavidad pájaros con ojos de oro.
Y he aquí que de pronto se encontró frente á frente con un viejo genni, semejante á una montaña, sentado en el tronco de un enorme algarrobo. Y le abordó con la zalema, é hizo salir de la caja de rubíes de su boca algunas palabras que se asimilaron al espíritu del genni como el azúcar á la