cabellos de almizcle negro mareaban los corazones como el nardo; sus mejillas estaban lozanas, sin afeites, y daban vergüenza en todos sentidos á las mejillas de las vírgenes; sus sonrisas tentadoras eran dardos; su porte era noble y delicado á la vez; la comisura izquierda de sus labios estaba adornada de una manchita redondeada con arte; y su pecho blanco y liso era como una tableta de cristal, y albergaba un corazón despierto y arrojado.
Y el rey Zein El-Muluk, en el límite de la dicha, hizo ir á adivinos y astrólogos para que sacasen el horóscopo de aquel niño. Y éstos agitaron la arena, y trazaron las figuras astrológicas, y pronunciaron las fórmulas principales de la adivinación. Tras de lo cual dijeron al rey: «La suerte de este niño es fausta y su estrella le asegura una dicha infinita. Pero también está escrito en su destino que si tú, su padre, llegas á mirarle en la época de su adolescencia, perderás la vista al punto.»
Al oír este discurso de los adivinos y de los astrólogos, el mundo se ennegreció ante el rostro del rey. Y mandó retirar de su presencia al niño, y ordenó á su visir que le llevara, así como á su madre, á un palacio alejado, de modo que jamás pudiese encontrarle en su camino. Y el visir contestó con el oído y la obediencia, y ejecutó puntualmente la orden de su amo.
Y pasaron años y años. Y el hermoso vástago del jardín del sultanato, que había recibido de su