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LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE

cahuete, de perro ó de ahorcado, incluso todo hijo de zorra, me temía y me temblaba igual que á una calamidad, y huía de mí como del mal de aire amarillo. Y cuando yo iba á caballo por la ciudad, las gentes de esa clase me señalaban con el dedo y se guiñaban los ojos de modo convenido, en tanto que otros amontonaban en el suelo con sus manos las zalemas respetuosas con que me saludaban al pasar. Y yo no me preocupaba de sus gestos más que de una mosca que me hubiera rozado el zib. Y seguía mi camino con actitud altanera.

Un dia, estaba sentado en el patio del wali, con la espalda apoyada contra el muro, y pensaba en mi grandeza y en mi importancia, cuando de pronto vi caer del cielo en mi regazo algo tan pesado como la sentencia del juicio final. Y era una bolsa llena y precintada. Y la tomé en mis manos, y la abrí y vertí el contenido en los pliegues de mi ropa. Y conté hasta cien dracmas, ni uno más, ni uno menos. Y por más que miré á todos lados, por encima de mi cabeza y á mi alrededor, no pude descubrir á la persona que la había dejado caer. Y dije: «¡Loores al Señor, Rey de los reinos de lo Visible y de lo Invisible!» E hice desaparecer á la hija en el seno de su padre. ¡Y he ahí lo referente á ella!

Y al día siguiente, me reclamaba mi servicio en el mismo sitio que la víspera; y llevaba alli un momento, y he aquí que me cayó pesadamente un objeto en la cabeza, y me puso de muy mal humor. Y miré con ademán furioso, y vi ¡por Alah! que era