salid todos!» Entonces el gobernador y yo nos que- damos solos. Pero ya me habían libertado de la ar- golla del cuello, y tenía también los brazos libres. Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha lástima y me dijo: «¡Oh hijo mío! Ahora vas á hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocultarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó este collar á tus manos.» Yo le contesté: «¡Oh mi señor y soberano! Te diré la ver- dad.» Y le referí cuanto me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído á la casa á la segunda joven, y cómo, por úl- timo, llevada de los celos, había sacrificado á su compañera. Y se lo conté con todos sus pormeno- res. Pero no hay utilidad en repetirlos. Y el gobernador, en cuanto lo hubo oido, inclinó la cabeza, lleno de dolor y amargura, y se cubrió la cara con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Des- pués se acercó á mí, y me dijo: «Sabe, ¡oh hijo mío! que la primera joven es mi hija mayor. Fué desde su infancia muy perversa, y por este motivo hube de criarla severamente. Pero apenas llegó á la pubertad, me apresuré á casarla, y con tal fin la envié al Cairo, á casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo. Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella vol- vió á mi casa. Y no había dejado de aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de
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LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE