ciudad de Damasco. Y cuando tuve bien aprendida mi profesión, empecé á ejercerla y á ganarme la vida.
Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino á mi casa, y dicién- dome que le acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, vi un lecho de mármol chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo. Me acer- qué á su cabecera, y le deseé pronta curación y com- pleta salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Y yo le dije: «¡Oh mi señor, dame la mano!» Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndome pensar: ¡Por Alah! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aqui un joven de buena apariencia y de elevada condi- ción, y que está sin embargo muy mal educado.» No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento à base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que, pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese à descansar.
El gobernador de Damasco me demostró su gra- titud regalándome un magnífico ropón de honor y nombrándome, no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damasco. En cuanto al joven, que durante su enfermedad había seguido alargándome