los caldereros, porque bien vale sus diez dinares de oro.» Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para sí: «Tengo que abrirlo sin remedio; meteré en el saco lo que contenga y luego lo venderé en el zoco de los caldereros.» Sacó el cuchillo y empezó á maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo inclinarlo para verter el contenido en el suelo. Pero nada salió del vaso, aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se extendió por la superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que hubo salido todo el humo, comenzó á condensarse en torbellinos, y al fin se convirtió en un efrit cuya frente llegaba á las nubes, mientras sus pies se hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos semejaban rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca, una caverna; sus dientes, piedras; su nariz, una alcarraza; sus ojos, dos antorchas, y su cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver á este efrit, el pescador quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca seca, y los ojos se le cegaron á la luz.
Cuando vió al pescador, el efrit dijo: «¡No hay más Dios que Alah, y Soleimán es el profeta de Alah!» Y dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de este modo: «¡Oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me mates; te obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos!» Entonces exclamó el pescador: «¡Oh gigante audaz y rebelde, tú te