contestó el efrit: «Al arrojar los huesos, dieron en el pecho á mi hijo y lo mataron.» Entonces dijo el mercader: «Considera ¡oh gran efrit! que no puedo mentir, siendo, como soy, un creyente. Tengo muchas riquezas, tengo hijos y esposa, y además guardo en mi casa depósitos que me confiaron. Permíteme volver para repartir lo de cada uno, y te vendré á buscar en cuanto lo haga. Tienes mi promesa y mi juramento de que volveré en seguida á tu lado. Y tú entonces harás de mí lo que quieras. Alah es fiador de mis palabras.»
El efrit, teniendo confianza en él, dejó partir al mercader.
Y el mercader volvió á su tierra, arregló sus asuntos, y dió á cada cual lo que le correspondía. Después contó á su mujer y á sus hijos lo que le había ocurrido, y se echaron todos á llorar: los parientes, las mujeres, los hijos. Después el mercader hizo testamento y estuvo con su familia hasta el fin del año. Al llegar este término se resolvió á partir, y tomando su sudario bajo el sobaco, dijo adiós á sus parientes y vecinos, y se fué muy contra su gusto. Los suyos se lamentaban, dando grandes gritos de dolor.
En cuanto al mercader, siguió su camino hasta que llegó al jardín en cuestión, y el día en que llegó era el primer día del año nuevo. Y mientras estaba sentado, llorando su desgracia, he aquí que un jeque[1] se dirigió hacia él, llevando una gacela en-
- ↑ Anciano respetable.