encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad, y se puso á hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía á haberse alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: «Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea.» Y el otro respondió: «¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!» Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa. El rey Schahriar le dijo: «Quisiera que me acompañases á cazar á pie y á caballo, pues así tal vez se esparciera tu espíritu.» El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fué solo á la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado á una de ellas el rey Schahzaman, vió cómo se abría una puerta para dar salida á veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza. Llegados á un estanque, se desnudaron y se mezclaron todos. Y súbitamente la mujer del rey gritó: «¡Oh Massaud!» Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro, que la abrazó. Ella se abrazó también á él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó. A tal señal, todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer.
Al ver aquello, pensó el hermano del rey: «¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra.» Inmediata-