¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh[2] fué el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas!
¡Y Hutared[3] le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha su valor de oro!
¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Entonces, inclinándose hacia él, sonrió él astro!
Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido antes, y en mi corazón se encendían como ascuas. Y le dije: «¡Oh dueño y soberano mío, atiende á mi pregunta!» Y él me contestó: «Escucho y obedezco.» Y me contó lo siguiente:
«Sabe, ¡oh mi honorable señora! que esta ciudad era de mi padre. Y la habitaban todos sus parientes y súbditos. Mi padre es el rey que habrás visto en su trono, transformado en estatua de piedra. Y la reina, que también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la religión de los magos adoradores del terrible Nardún. Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.
Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací