Entonces, ¡oh señora mía! como mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dió tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.
En seguida, ¡oh señora mía! empezó todo á dar vueltas á mi alrededor; pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado á los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó á mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació, sin que pudiera yo impedirlo. Y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.
Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos por la azotea, lamentándome á impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí á los diez mancebos, que decían: «¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches á Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, cuya fama ha llegado á nuestros oídos, y tu destino quedará entre sus manos.»