dor que nos satisface, como nosotras á él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta días para visitar á nuestro padre y á nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.» Entonces dije: «Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando á Alah hasta vuestro regreso.» Y ellas contestaron: «Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. Él ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías á vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!» Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: «¡Alah sea contigo!» Y partieron, sin dejar de mirarme á través de sus lágrimas.
Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé á recorrer aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados en el lecho entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.
Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan á conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos como los dedos de un