de sultanes, que atraviesa las rutas asoleadas, cutre trapos de mil colores, haciendo gestos inverosímiles. Y como si todo hubiera sido un sueño de opio, ahora me encuentro aturdido, sin poderme dar cuenta exacta de lo que en mi mente es recuerdo de escenas admiradas en Ceylán, en Damasco, en El Cairo, en Aden, en Beirut, y lo que sólo he visto entre las páginas mardrusianas. Porque es tal la naturalidad, ó, mejor dicho, la realidad de los relatos de Schabrazada, que verdaderamente puede asegurarse que no hay en la literatura del mundo entero una obra que así nos obsesione y nos sorprenda con su vida inesperada y extraordinaria. ¡Y pensar que al abrir la obra de Mardrus figúreme que iba sencillamente á encontrarme conLas mil y una noches de Galland, que todos conocemos, un poco más completas sin duda, pero siempre con un añejo saborcillo de discreta galantería exótica! «Entre esta traducción nueva y la traducción clásica—pensé—debe de haber la misma diferencia que entre la Biblia de San Jerónimo y la del rabino Zadock Khan, ó entre la Ilíada de Hermosilla y la de Leconte de Lisle,» Pero apenas hube terminado el primer capítulo, comprendí que acababa de penetrar en un jardín antes nunca visto.
Al trasladar al francés los cuentos árabes; el escritor del siglo XVII no se contentó, como Racine, con poner chacones versallescos y pelucas cortesanas á los héroes del libro original, sino que les cambió sus almas salvajes por almas elegantes. De