cocina, y por allí se filtró en la cocina una joven de esbelto talle, mejillas redondas y tersas, párpados pintados con khol negro, rostro gentil y cuerpo graciosamente inclinado. Llevaba en la cabeza un velo de seda azul, pendientes en las orejas, brazaletes en las muñecas, y en los dedos sortijas con piedras preciosas. Tenía en la mano una varita de bambú. Se acercó, y metiendo la varita en la sartén, dijo: «¡Oh peces! ¿seguís sosteniendo vuestra promesa?» Al ver aquello, la esclava se desmayó, y la joven repitió su pregunta por segunda y tercera vez. Entonces todos los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron: «¡Oh, sí!... ¡Oh, sí!...» Y entonaron á coro la siguiente estrofa:
¡Si tú vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la nuestra! ¡Pero si quisieras escaparte, no hemos de cejar hasta que te declares vencida!
Al oir estas palabras, la joven derribó la sartén y salió por el mismo sitio por donde había entrado, y el muro de la cocina se cerró de nuevo.
Cuando la esclava volvió de su desmayo, vió que se habían quemado los cuatro peces y estaban negros como el carbón. Y comenzó á decir: «¡Pobres pescados! ¡pobres pescados!» Y mientras seguía lamentándose, he aquí que se presentó el visir, asomándose por detrás de su cabeza, y le dijo: «Llévale los peces al sultán.» Y la esclava se echó