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tida y del regreso, cuando la oi subir al terrado.

Corri a su encuentro, y con un escalofrío le así y le besé la mano. Al ir andando, asomó la luna sobre el cerro arbolado. Fuimos hablando sin coto, e indeliberadamente llegamos a la glorieta sombria. Entró y sentóse Carlota, Alberto a un lado, y yo a otro.

Mi desasosiego me arrebató luego del asiento; púseme en pie y enfrente, anduve a diestro y siniestro, volvime a sentar; me ahogaba la congoja. Nos hizo reparar en el hermbso viso de la luna que, al extremo del cerco de hayas, bañaba todo el terrado; vista peregrina y tanto más asombrosa, por cuanto estábamos cercados de una opaca vislumbre. Permanecimos callados, y tras un ratillo, rompió Carlota el silencio: «No hay vez que me pasee a la luna, sin que me asalte el recuerdo de los amigos que perecieron, con la sensación de la muerte y de lo venidero. Tenemos que revivir—dijo con voz entrañable y afectuosa; pero, Werther, ¿nos encontraremos?

¿Conocerémosnos? ¿Qué barrunta usted? ¿Qué opina?

—Carlota—dije—, alargándole la mano, y con los ojos llorosos, nos hemos de ver acá y allá. Si, nos veremos... —No pude seguir... Guillermo, ¿a qué venia tal pregunta, cuando la aciaga partida me estaba angustiando el corazón?

— ¡Si nuestros íntimos finados—continuó—alcanzasen a saber de nosotros, si percibiesen que, en hallándonos bien, los recordamos con mayor fineza!...

La estampa de mi madre, se me está apareciendo sin cesar allá en tardes apacibles, cuando sentada entre estos niños, suyos y míos, se me apiñan, como se le