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branto de que a nada alcanza tu sumo ahinco, y la congoja te tiene aherrojado el corazón al verte imposibilitado de suministrar un adarme de alivio, una chispilla de aliento al moribundo...»

El recuerdo de este trance que presencié, se me apoderó de lleno con mis últimas palabras; acudi con el pañuelo a mis ojos, y me desvié de la cuadrilla, cuando la voz de Carlota que me grito: «¡Nos vamos!», me hizo volver en mi. ¡Cómo resonó en mi oido, acerca de mi acaloramiento para todo, y que adónde iría a parar con mi propensión, que debia reportarme! ¡Ay. qué ángel! Viviré por causa de ti...

6 de julio.

Sigue de enfermera de su amiga moribunda; siempre la misma, siempre la primorosa que está en todo, y que, dondequiera mire, alivia quebrantos y hace dichosos. Ayer tarde salió de paseo con Mariana y Magdalenita; lo supe, me hice encontradizo, y fuimos juntos. Tras un ejercicio como de hora y media, vinimos de vuelta al pueblo a parar a la fuente, para mí preciosa, y ahora más que preciosísima. Sentose Carlota en el poyo, y los demás permanecimos en pie, a su frente. Miré en derredor y ¡ay!, cuán al vivo se me representó el tiempo en que mi corazón yacia solitario. «Fuente del alma—dije—, desde entonces no me he empapado en tu frescura, y, en mis arrebatados tránsitos, ni una vez siquiera te he visto.» Miré hacia abajo, y vi a la niña subir muy afanada con un vasito de agua en la mano.