Pero ya que tantas cosas inadmisibles hay que aceptar para suponer la caída de la Tierra en el Sol, supongamos que como espectadores de la catástrofe quedaban, no ya cuerpos, sino espíritus, almas, ante las que el fuego es impotente.
El último día de Febrero la Tierra estaría ya á unos 16 millones de kilómetros del Sol, y este astro aparecería ya cien veces mayor en superficie de lo que ahora le vemos, y emitiría un calor capaz de elevar á 3.000 grados los pirómetros que sirven para medir la temperatura en los hornos de fundición. Las rocas más duras empezarían á derretirse, y en sustitución de los océanos de agua, que habían, desaparecido, se formarían otros que cubrirían la Tierra y estarían formados por la fusión de la mayor parte de los cuerpos. La atmósfera, formada ya por todas las sustancias evaporables y volatilizables, y distendida además por el Sol, sería al menos veinte veces más alta que ahora, y estaría iluminada por una claridad roja, cada día más intensa.
El día 3 de Marzo ya no distaríamos del Sol sino cuatro millones de kilómetros, y nos acercaríamos á él con prodigiosa velocidad; el calor recibido por la Tierra pasaría de 30.000 grados, y el fuego central, abriéndose paso á través de la ya tenue corteza sólida, sepultaría en oleadas de lava hirviente cuanto pudiera recordar la estancia de la humanidad sobre la Tierra. Así, la superposición de una capa terrestre á la superficial bastaría para destruir de un modo irreparable todos cuantos progresos ha realizado nuestra es-