la aproximación á una estrella que, por su cercanía, inunda nuestro globo en oleadas de luz.
Se ha dicho, con más ingenio que propiedad, que el azulado firmamento que nos circunda, y á que con tanta complacencia dirigimos nuestros ojos, ni es cielo, ni es azul, y añadía el autor de esta frase: «¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!» Pues bien: esa belleza no es una ilusión; el cielo existe, y no solamente existe, sino que lo abarca y rodea todo, y los mundos flotan en su inmenso seno como los infusorios fosforecentes entre el oleaje del mar. Un sol, por grande que sea, no es, en comparación del firmamento, sino un grano de arena perdido en la inmensidad.
Está rodeado el mundo que habitamos de una envoltura gaseosa, constituída por el aire que respiran nuestros pulmones y que vivifica nuestra sangre. Esa envoltura gaseosa recibe el nombre de atmósfera, y circunda nuestro globo, presentando un espesor ó altura que algunos limitan á 80 kilómetros, mientras otros lo hacen subir nada menos que á 10.000. En ambas opiniones hay manifiesta exageración; pero no cabe duda de que la atmósfera es mucho más elevada de lo que se ha venido creyendo hasta hace algunos años. Ahora bien: esa atmósfera, á través de la cual vemos el Sol, la Luna y las estrellas, no es el cielo, sino que forma parte de la tierra que habitamos; pero es, por decirlo así, la antesala del cielo, pues cualquiera que sea su elevación, siempre resulta que su última capa está en contacto directo con la extensión infinita en que giran los astros.