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LAS FUERZAS EXTRAÑAS

precaución del caso, fui á preguntar por ella á la vieja criada, confidente mía en las primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos á ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada á la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalito.

—Gracias á Dios que no lo hayas dejado! exclamó con muestras de la mayor alegría. En este mismo instante vamos á quemarlo.

—Quemarlo? dije yo; pero qué va á hacer, si ya está muerto?

—No sabes que es un escuerzo—replicó en tono misterioso mi interlocutora—y que este animalito resucita sino se quema? Quién temando matarlo? Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy á contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.

Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; un escuerzo! Y sacudía los