Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás imitaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja, concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé á la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.
—No mire usted, dije.
—Miraré! me respondió con un acento tan imperioso, que á pesar mío puse el papel ante la luz.
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. El mono! La cosa maldita!
Y conste que yo no sé dibujar.