Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui á golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso á silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarle á mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.
Enterado de la carta, me invitó á pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, fué dedicado á mis arreglos personales. En la mesa fué donde empecé á notar algo extraño.
Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba á mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angus-