acometió de pronto un miedo que no sentía—estoy seguro—desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché á llorar, á llorar como un loco, á llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno.
No fué sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del zótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo á cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué á comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua.
De repente mis lámparas empezaron á amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado sin advertirlo toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, en traerlas todas conmigo.
Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba á llenarse con el