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LA LLUVIA DE FUEGO

dad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó á intimidarme la idea de un cataclismo.

Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo, no dejaba conjeturar su procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre — pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco á poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababan precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad — mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...

Huir...? Y pensé con horror en mis posesiones