se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba á convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería.
El cocinero, horrorizado, vino á decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto á una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó á perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente á la manifestación del lenguaje, llámele al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y—Dios me perdone—una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fué su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.