en esferas de gelatina ó la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla. Esto último constituía su tacto, pues necesitaban incorporar los objetos á su ser, envolviéndolos enteramente para sentirlos. En cambio poseían la doble vista de los sonámbulos actuales. Carecían de olfato, gusto y oído. Eran perversos y formidables, los peores monstruos de aquella primitiva creación. Sabían emanar de sus fluidos organismos, seres cuya vida era breve pero dañina, semejantes á las carroñas que dan vida á los gusanos. Fueron los gigantes de que hablan las leyendas.
Construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudada por su habitante. Así, las casas resultaban grupos de bóvedas y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes. Eran tan altas como éstas, pero no se destacaban en el cielo azul, pues el azul no existía entonces, porque faltaba el aire. La atmósfera sólo se coloreaba de anaranjado y de rojo.
Apenas dos ó tres especies de aves cuyas alas no tenían plumas, sino escamas como las de las mariposas, y cuyo tornasol preludiaba el oro inexistente, remontaban su vuelo por la atmósfera fosfórica.
Era ésta tan elevada, y el vuelo tan vasto, que