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Al primer choque perdieron la confianza : ambos habían redoblado sus fuerzas. Ni un grito, ni una palabra, ni una imprecación exhalaban los labios vibrantes, cual los aceros : el mutismo hacía la lucha majestuosa. Y la mujer, impasible, se antojaba la estatua de una divinidad, imponiéndoles, en nombre de la próxima muerte, ese sagrado silencio. ¿Qué rápida visión pasó por sus almas al oir en un segundo de reposo un hondo suspiro? Venía de la estatua, y ese movimiento centuplicó sus furores. Sangre saltó del rostro del uno ; sangre, del pecho del otro ; las heridas se multiplicaron y Maima se interpuso. Entonces, al recibir su aliento, la vida gritó a cada uno : «lanza el rayo de la muerte». El choque fué más brutal, y la furia de su ímpetu, en aquel supremo asalto, envolvió a la mujer, despeñándola en el foso... Hubo un momento de consternación : la abertura era un verdadero abismo, y así se realizó la extraña muerte de Maima. Extraña, porque los caballeros se miraron sumidos en igual sufrimiento, sin rencor, como si el llanto del uno lavase la sangre del otro. ¡ Y ambos lloraban, y eran lágrimas de dolor las suyas, aunque corrían sonriendo sobre la imagen evocada de un palanquín inaccesible !