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Árabes, coptos y negros van y vienen en el bazar de Asuán, bajo los techos de paja, que convierten las callejas en corredores de las tiendas, donde reinan penumbras, llenas de los colores de los trajes en perenne ebullición. El aire, cargado ya de especias olorosas, se perfuma intensamente con el respirar de calderos en que hierven ungüentos. Plumas de avestruz, collares de ámbar y de huevos, de conchas y caracoles, entre lámparas, armas y tapices, surgen en casi todos los puestos, con el aspecto característico de una industria primitiva. Los comerciantes, sentados gravemente sobre divanes, como Budas en sus santuarios, o trabajando en sus objetos, se animan al pasar un extranjero, ensayando palabras en diversos idiomas. En una de estas tiendas, que tiene también sus pretensiones de café, Morabec, rodeado de un grupo, relata a menudo cuentos y leyendas. Debe pasar por su voz un tenue soplo melancólico, al recordar la poesía que recitaban los rawias, cuando la raza era aún vigorosa, en la tierra egipcia que después de varios avatares está concluyendo en inglesa. Por sus gestos, los viajeros tratan muchas veces de adivinar sus palabras : nosotros, más audaces, hemos querido fijar algunos de sus decires. Muy adulterados deben estos de resultar en nuestra pluma, y solamente nos consuela la certidumbre de que el buen Morabec no protestará, pues sus conocimientos en español son parecidos a los nuestros en la lengua árabe.