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Los leones, a la entrada de la isla, sobre el puente tendido hacia el Cairo, confunden en altos pedestales su verde broncíneo, amasado como con savias de vetustas encinas y de palmeras juveniles. Dos lampos de sol tocan las crestas de las melenas hasta que el astro se hunde del todo en el arenal desierto.

Entonces salimos al gran caudal del río. Lo vemos deslizarse majestuoso, cubierto de alegres velas blancas. La tarde del Cairo concéntrase en la celeste seda de su superficie, rizada por invisibles dedos. Los palacios surgen entre masas de verduras creadores de paisajes. Los robustos brazos de las vegetaciones oprimen las fachadas como cerrándoles el camino : al fin algunas logran vencer y se miran en el espejo. Terrazas cubiertas de flores, evocan con sus balaustres graníticos y sus pilones escenas del más viejo Egipto. La tradición aun señala por allí el lugar donde fué encontrado Moisés, y la hija del Jedive toca con sus pies la sombra de la hija del Faraón. El Nilo mezcla en sus reflejos las existencias antigua y moderna, y esos reflejos los arranca la misma tarde, que al morir entre sus linfas se hace sagrada. . . Niebla sutil, después densa ; niebla con el claror de invisible luna, emerge y flota. Sube lentamente, infiltra los aires, trasciende los límites del agua,