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gotes de oro y luenga barba azul, como un ídolo de esmalte, y responde :

«Más bella es una amazona griega.»

Fidias, sacando a golpes de cincel la chispa de un trozo pentélico para que encienda un nuevo cigarro Aníbal, añade :

«Ignoráis todo. Sólo París, Madrid o Koma enseñan lo que es una mujer a caballo, dibujada simplemente por un traje tailleur, en el Bosque, en el Prado o en el Pincio.»

«La fiesta va a empezar» — gritan heraldos medioevales ; y soplan en trompetas de Susa, lanzando con los sones ondas de perfumes, arrancadas por el mismo aliento.

En remolino tumultuoso, una multitud se precipita a un enorme teatro. Resplandecen todas las luces del mundo, desde la lámpara egipcia al farol japonés, desde el foco eléctrico al fanal veneciano. Pierrot, absorto, ve a lo lejos en un trono de piedras preciosas a Solimán, con resplandores de mago árabe, presidiendo la enorme confusión donde los siglos mezclan sus vidas. Vislumbra apenas las lejanías, porque el espectáculo se desvanece en espacios inmensos, en aquel teatro que tiene, al parecer, en el plafón estrellas.

Contempla a las marquesas de Versalles bailando como las ligeras sacerdotisas de Astarté,