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poned la corona en mi cabeza ; siento en mí la sed de la inmortalidad.»

Y su sed se atempera, porque la inmortali- dad resplandece en su alma. Avanza, llevado por la mano de la reina. Sobre su frente caen rosas de joven que pasa destruyendo su dieide- ma. Trae en los ojos lumínea bruma ensoñado- ra y da la mano a otra que tiene en los suyos un sol de fuego.

«Ofelia— exclama la primera, — ¿por qué no elegí tu río? Debe de ser una muerte sin sue- ños, la dada por la frescura de sus ondas.»

— «Julieta — responde la segunda, — ¿por qué no elegí tu veneno? Debe de ser dulce reposar en tumba conocida y no caer en grutas igno- radas.»

— «¡ Ah, las bellas madamas ! — dice una prin- cesa que lleva sombrero de paja de Italia y el tirso en una mano : — no saben lo que es estre- mecerse de rubor y de horror en la punta de una pica.»

Y la Lamballe sonríe, y aparecen cientos de palomas, estremeciendo el aire, con alas men- sajeras de amor y de alegría. Semíramis llega, sentada en un tigre, y ante los dos felinos ex- clama Napoleón :

«i Cuan hermoso !»

Cambises se presenta con cejas cobrizas y bi-