nuestras palabras, vanas pero brillantes, enceguecen.
»ün ifrit, genio malhechor, ha movido en esta tarde para ti las alas de las aves y el soplo de la primavera. Escucha mi voz ¡ oh pobre pero venturoso sacerdote ! yo soy el buen genio de esta ruina. Doy a las bellezas de las bóvedas, al rumor del meida, a la elegancia del almimbar, a las hornEicinas y a las vidrieras destrozadas, a los ajimeces y calados, a las grietas y a las estalactitas, a toda la imponente masa que en torno de un sepulcro, recordando la vida, tiene de templo y de palacio, le doy el color de la paz en el gris del velo de sus cosas, el encanto del reposo en su silencio pensativo, la venerable vetustez que ofrece al alma el feliz bienestar del renunciamiento, ¡ Oh, aleja de tu mente la visión de otras civilizaciones, con sus fiestas y sus costumbres, abismos que atraen para perder, y sabe que la suprema sabiduría es vivir en un apacible rincón, donde el mismo pedazo de cielo cubra la cuna y el sepulcro. Ora con humildad, ama ta viejo templo, y espera, que ya te serán abiertos un día los jardines de Alá con sus divinas moradas entre las fuentes.»
Cuando la voz del genio se extinguió, los rayos de luz purpúrea y de oro desaparecieron del sepulcro, y la vidriera de colores quedó en la