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cielo en las pupilas, descendían soberbias a beber en el Nilo una gota del azul reflejado. Después, entre los juncos y bosques de palmeras, como en el espacio, difundían los juegos de sus matices, imitando a los ricos mercaderes que animan los rincones del Cairo con la fiesta de sus mantos y turbantes.

No eran los callejones del barrio los que inquietaban a Abumneca. Por un minuto saltó desde las aves a ellos. Vio los dóminos, los ajedreces, los naipes sobre las mesas rodeadas de jugadores, ensimismados como si el mundo se redujera a la calma de su holgazanería, al amparo de vetustos alminares. Volvió a oir la oración de sus pobres fieles, y a mirar las alegres aves ; pensó en la vida de los castillos europeos, no en ruinas cubiertas de nidos, sino creando las aves para sus fiestas, entre mujeres desconocidas, cuya hermosura sin velo, bañada por el sol como las fuentes y las flores, debía de ser la primavera humana... Entonces, en los colores de la vidriera que aun quedaba, donde se encendía antes de morir el sol de la tarde, hubo un extraño movimiento. Como dos luciérnagas que se persiguen, giró un rayo de oro, sobre otro purpúreo, y prolongándose cayeron sobre el sepulcro sin extinguirse, dibujando al