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subir, escurriéndose por los muros y buscando como lagartijas, para desaparecer, las hendiduras hechas por un terremoto. El khatib miró más allá de la nave, sobre el patio, al firmamento. Una bandada de aves paseábase en la inmensidad con serenos, lentos, acompasados vuelos. A veces descendían hasta el meida, sin perder su majestad, como si sintiesen que aun volaban en un espacio ; contemplaban el azul del templo ennegrecido y las espumas blancas derrumbándose, y volvían a la altura, comprendiendo que las nubes, con ser más fugitivas, eran sobre el azul inalterable más divinas. El espíritu del khatib sintió el ansia de seguirlas, y sus ojos se cerraron huyendo de la tarde hermosa. Después los volvió al sepulcro del califa ; pero el espectáculo de la muerte, en vez de hablarle con austeridad, aumentó sus ansias de vida, agitándole internas alas con un rumor de colmena bullente... Por las grandes aberturas, donde los vitrales faltaban, tejiendo dibujos de ilusorias rejas, aparecían y desaparecían también las aves, y acabaron por obseder al perturbado sacerdote que sonreía a la luz fascinadora. Los vetustos huecos, con su aire de desamparo moral, imploraban del ambiente azul el consuelo del calor de una vida, y las aves voltejeantes no se detenían y sus alegres chi-