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tado más de una vez en sus muros ecos terribles, convertidos hoy en el armonioso rumor del meida, cuya agua, en el centro del patio, exhala atrayente, alada queja. Y el patio, en realidad, es la gran nave de la mezquita con la cúpula del cielo. La obra del hombre se funde con la naturaleza ; la colaboración resulta grandiosa. Las nubes blancas, resplandecientes, con visos de vapores leves, en vibrantes volutas, en inmensas masas que se aligeran transformándose, cruzan impelidas por la libre caprichosa inspiración del aire. Se siente el vértigo del alma, que busca el pensamiento de esas formas, queriendo historiar el vacío, y créese que los arquitectos árabes han mirado, con los ojos y los dedos febriles, el continuo vaivén instable, para fijar inmóviles en los azulados muros las blancas fantasías del cielo sereno. Pero las espumas brillantes palidecieron poco a poco, y ante el dolor de la luz perdida se han velado con un gris de duelo. Los arabescos se desgajan, pierden sus contornos, desaparecen llevándose la gracia de las bóvedas, y los versículos del Corán se entrelazan ilegibles, dejando caer con sus letras despojos marchitos de oro. Por eso la nave tristemente sueña a la sombra del contiguo alminar, perpetuo vigilante, insomne centinela. Y si las hadas del Islam un día dieron a éste