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Salimos de la mezquita, y desde un quiosco resguardado por rejas, vemos desde la colina el Cairo. Al pie, en torno de la fuente de una plaza, entre los verdores de naranjos, acacias y datileras, bulle la multitud. Hay allí un vaivén de continuas olas que, después de batir los muros del monumento de Hasán, se desdobla en ríos, escurriéndose por laterales callejuelas. La animación de colores vibrantes en mantos y albornoces roza con su vida el gris de los muros, que se concentran más en su grandeza meditativa, como si el paso de aquéllos, instables y movedizos, fuese un homenaje a su inmovilidad eterna... Más allá de la plaza es imposible definir contornos ni vislumbrar matices. La ciudad entera se amontona, evaporándose en la atmósfera abrasadora. Humos densos se elevan de las chimeneas, y al subir se tornan ligeros, haciendo más real la sensación de que el Cairo se convierte en ascendente luz. Los alminares erigen las altas agujas de sus cumbres como atrayendo los rayos del espacio para verterlos diluídos y a torrentes sobre el panorama. Allá, a un lado, corre el Nilo, perdiéndose en los horizontes, casi huyendo del fulgor de oro, para salvar su caudal de plata ; y las Pirámides, más lejos, vuélvense informes, pues el sol ofusca y no permite a los ojos reposarse sobre sus masas venerables.