paradas por la religión de las otras mujeres, se hermanan con ellas por la curiosidad instintiva. Acaban en los espectáculos por ocupar la imaginación, con §u pensamiento, más impenetrable que sus rostros. Hemos oído cantar el Tannhauser. ¿Cómo llega esa música a los es- píritus que traen al teatro el perfume de sus harenes? ¿Con qué moral impresión oyen al peregrino, penitente, por haber visitado a Venus? ¿Con qué asombro verán a los cantores desnudar las espadas contra el hermano, que poseído canta el ardiente amor carnal? ¿Cómo se les aparecerá la seráfica figura de Isabel, casta y bella, salvando a Tannhauser, por poder ornar sus sienes con blancas rosas hechas de nieve inmaculada? ¡ Cuántas contradicciones para aquellas mujeres, que salen del serrallo a la tumba, sin conocer otros caminos, creyendo quizá que el mejor y más hermoso sueño es ir al cielo, transformadas en huríes voluptuosas ! Pero aun más curioso sería penetrar en sus cerebros las noches en que Jane Hading representa las piezas de Dumas. Diane de Lys, Mistress Glarkson, Suzanne d'Ange... extrañas figuras inconcebibles para reclusas de la vida, monjas sin el alto ideal místico, entregadas entre los muros al capricho de un déspota, ¿Cómo concebirán sus imaginaciones romancescas la vida
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