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EL BAZAR

Pasamos por la plaza del teatro de la Opera, dejando avenidas de árboles frondosos, para internarnos en callejuelas, donde, aunque sus gentes no hagan nada, la pereza no habita en las gargantas. Por todas partes suena un clamoreo incesante. Es curioso el aspecto de las dos hileras de casas apenas separadas por un metro, a causa de los machrabiyehs salientes y de sus rejillas trenzadas. Abajo se tienden líneas interminables de tiendas. Son especie de casillas cuadradas, sin dejar ver puertas, como grandes nichos cavados en los muros. Y allí aparecen con las piernas cruzadas sobre almohadones o alfombras, lampareros, zapateros, sastres, trabajando alegremente entre el bullicio de la calle. Las mujeres, haciendo sus compras en puestos de comestibles, van y vienen con las criaturas a horcajadas sobre el hombro. Los sakkas hacen sonar sus característicos vasos de metal sobre un platillo de cobre, vendiendo el agua recogida en los sebiles. Cuando algún ca-