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pámpanos. El tranquilo barrio se llena de apacibles imágenes, y créese que si se golpeara a las puertas los muertos saldrían a abrir con el saludo de la hospitalidad antigua. La muerte no destila amargura ni dolor ; sus sombras son transparentes ; su sueño es casi divino y su genio vagabundea como alada sonrisa que toca el sol con la esperanza de una inmortalidad venturosa.

Al fin, llegamos a los sepulcros imperiales. Por entre una reja se ven, en un patio, varios de Mamelucos, antes fuertes y temidos. En el panteón nos ponen pantuflas como en un templo : las alfombras ceden mullidas. Las puertas de bronce en la cámara aparecen con tan ágil, ligera explosión de labores, que cuando se las empuja sorprende su resistencia. Las tumbas surgen como catafalcos de parada, y hay un vivo contraste entre ellas y las bóvedas grises y macizas. Todas son inmensos bloques de piedra, convertidos por el cincel en vibrantes cuerpos de inverosímiles filigranas. No tienen un solo claro : matices rojos y azules, escarlatas y rosados, áureos y violetas, con medias tintas inexpresables, hacen de cada una, un caprichoso ramillete de azúcar coloreada. Basta la imagen de esa sensación para comprender que no son bellos. El pésimo gusto es