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Dios que Dios y Mahoma es su enviado, y esa profesión de la fe musulmana se transforma en algarabía rugiente. Sus cabezas se agitan, desgonzadas, con sobresaltos espasmódicos. Hay uno impresionante, con su melena, que azota su pecho y su faz de viejo, evocando los salvajes brotes de una ruina meditabunda y desolada. Se ven cabelleras sacudidas como enormes pañuelos en un adiós trágico. Atrae sobre todo un poseído, con un chaleco de terciopelo elegante y desgastado, que quién sabe por cuáles circunstancias del destino está sobre su pecho. Los ojos se le saltan de las órbitas, y en su respiración anhelante hay el horror de una angustia que será agonía, si no encuentra un anonadamiento extático... El pergamino de los nakaresh resuena frenético entre los golpes metálicos de los tablbeledi, y una zemmara modula una queja. Los penitentes la buscan para reposarse en su lamento temeroso. Mas, de pronto, es un trueno rugiente, restallante en los instrumentos exasperados, lo que pasa en turbión, y las cabezas todas, sin oir el son de la flauta, se agitan con un estertor horrísono. Los pechos parecen romperse y exhalar el alma ; los derviches se abaten insensibles, catalépticos ; los fieles pueden ir a tocar sus cuerpos santificados.