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rre la calle hasta el fondo. Los abrazos y los palmoteos, creciendo en entusiasmo, degeneran al fin en un verdadero ataque, obligándole a correr y saltar al refugio de la escalera, como un ciervo en derrota. Allí se repone un tanto ; lleva su mano al fez y grita «¡ viva el Padichá !», «¡ viva el Jedive !m Todos responden con un ¡ hurra ! atronador, y el incendio se propaga y se oye afuera la algarabía de la multitud. La puerta del harén se cierra tras el Bey, y la de la calle se abre para nosotros ; hay que irse, ha concluido la fiesta.