riente matiz espiritual a las ruinas, y un soplo armonioso a las palmeras.
Dejamos la isla con el sol a su espalda. Sobre el rojo de una aurora artificial, se dibujan los templos. El fulgor sangriento dura un instante, Y al volver los ojos a los montes, observamos una vez más la extraña, misteriosa, ardiente tarde de esta región del Egipto. No hay medias tintas, ni nubes, ni celajes. La púrpura brilla en todas partes ; detrás de los montes viven hogueras invisibles ; el cielo martirizado adquiere una lividez angustiosa.
Caminamos por la arena, recibiendo su vaho caliente. Las palmeras de Challal quedan atrás. Las vemos inmóviles, rígidas, temiendo casi respirar el infierno del aire, implorando de la, altura la sombra calmante. Los templos de la isla desaparecen, y como en el fondo de un mar, nos asaltan médanos arenosos, reemplazados después por peñones. Con negruras informes avanzan, se combinan, toman los aspectos más extraños. Las naftas corren soldando grietas, abultan las cumbres, se derriten al parecer con el ardor del aire y ofrecen a la hora que pasa los accidentes de un paisaje, en que las cumbres se antojan altares de luto, y las hondanadas abismos de muerte. Después, los peñascos se libran de esos mantos bituminosos, y se presentan co-