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siones del abismo infernal de Amenti. La melancolía penetrante del paisaje nos envuelve con su angustia. En las riberas se encienden fogatas. Los habitantes de la isla parecen tener horror a la sombra. Cuando el sol se va, hacen brillar el fuego en rústicos altares que, con el recuerdo del padre del día, preparan el advenimiento de la nueva aurora. Los tambores de bronce siguen retumbando, pero son ya cansadas cigarras que agitan en su estertor sonoros élitros agonizantes. Se oye el chirriar de las norias en la isla, cuando hacen leve pausa las letanías de los remeros : «¡ Jalla aïa Said ! ¡ Jalla aïa Said !» Estas palabras incomprensibles se nos antojan invocaciones a la noche, para que no arroje sobre la tribu el dolor o el crimen ocultos en su manto. Y el negrito danza siempre en la proa, y es casi una sombra, de la que sólo se ven bien los dientes, con su blanca sonrisa de marfil. Las estrellas se abren y brillan, empañadas cual cristales por el vaho que sube de la tierra,- y surgen entre las palmeras, y al avanzar nuestra barca giran y nos acompañan, con un temblor de frutas de oro, movidas al parecer por las hojas. La sombra cubre todo : isla, río y montaña ; y se escapan suspiros dilatados de las cosas, al presentir el soplo fresco y restaurador de la noche.