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una rigidez hierática, inmovilizándose como dioses de piedra en la atmósfera sofocante. De la vieja ciudad de Elefantina no se conservan sino escombros, donde negros del Sudán se albergan. Y así, los habitantes de esta región, en que el calor del día obliga a vivir ocultos, parecen los genios de las tumbas y las ruinas. Negros, hasta tener una especie de reflejo azulado, son como hijos de la tarde, y se despiertan en su seno saludándola con gestos, cantos y danzas. Cuando el sol cae del todo, se enciende un extraño crepúsculo. El cielo es un fuego rojo de Bengala : al llegar a su mayor brillo, envuelve en luz de apoteosis los montes, y después se apaga sin cambio de color, variando solamente de intensidad, como un sonido que nace, vive y se amortaja en la vibración de su propia cuerda. El agua del Nilo dormida, evocando la de un lago, empurpura su serenidad, y los peñones ceñudos se miran en espejos de sangre. En nuestra barca suenan los darabucas. Los remeros lanzan su a Jalla aía Said», especie de misteriosa letanía, mientras un negrito danza en la proa. El cielo cobra la lividez cadavérica de un supliciado que aUn siente en los pies las caricias de agonizante hoguera. La sangre del agua se evapora, los peñascos se ensombrecen, y sus reflejos dibujan en las profundidades vi-LA VOZ.—19