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mo con los tentáculos de un pulpo. Están en torno de sus lanzas y de sus odres de agua, ante sus tiendas de piel de tigre. Nos reciben adornados con hermosas plumas de avestruz. Hacen vibrar las chapas de cobre de los gons, acompañando su estremecimiento con el pergamino de las sonoras cajas de palmera. Algunos danzan. Sus musculaturas ágiles y elegantes, con movimientos felinos, se retuercen al compás rugiente de los ritmos. Tras de esos espasmos salvajes, adormecidos los negros en movimientos cadenciosos, armonízanse con monótonas, interminables cantinelas. Los camellos, pensativos, tienen soberbio desdén en la mirada ; surgen entre las chatas tumbas y observan, ajenos a danzas y cantos, la tarde misteriosa. Las músicas, aletargándose en su lento vaivén, parecen atraerla.

Antes de que avance, tomamos la chalupa para volver a Elefantina.

El día ha sido bochornoso. La isla está entre la Nubia y el Egipto, y el pozo de Siena, donde los rayos solares caen a plomo, demuestra el reinado del trópico. El sol se pone tras de montañas sin árboles, amarillentas ; y una construcción blanca en sus cumbres, dibújase tan aguzada en los contomos, que se destaca con violencia. Las palmeras de la isla tienen casi